... cuerpo y alma.
74ª Maleta
La fachada de tu casa de cristal refleja el sol y las miradas. Los rayos de luz entre las copas pierden su fuerza de abducción, se refractan debilitados por tus cautelas, se curvan rodeando tu piel de grafito y luna nueva. En tu rostro una sonrisa sintética llora con lágrimas de marfil la muerte de la esencia emocional y se congela desconectada de las interacciones concertadas. Tu mente se disocia y se anteponen los motivos. Es el tiempo de la intimidad superficial. Es la hora de la purga y la expiación.
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Con el avance de la primavera los días iban creciendo y la caída suave de la noche permitía dejar abiertas las ventanas hasta la hora de acostarse. Una de mis actividades favoritas durante aquellas semanas era observar la vida del edificio de enfrente. Aquello era una viñeta viva de '13 Rue del Percebe' del gran Francisco Ibáñez. No le faltaba detalle.
Estaba el tendero, que era un hindú con una frutería en el bajo; la portera, que era un señor calvo y bien afeitado que siempre iba vestido con un impecable mono azul; el veterinario, que era un abogado con la mesa llena de papeles y una estantería de suelo a techo ocupada por lo que yo intuía eran tomos de leyes; la mujer de la pensión, que eran dos compañeras de piso que se las ingeniaban cada fin de semana para que sus ligues esquivaran el confinamiento; la anciana de la protectora de animales, que era una abuela enjuta y bajita con un perro blanco y negro, pequeño y rechoncho; el científico, que era un hombre moreno y corpulento que cenaba siempre platos precocinados; el ladrón y su mujer, que eran una pareja joven de guapos con una piel finísima y cuerpos definidos como esculturas griegas; la mujer con los niños gamberros, que eran una familia con dos gemelos idénticos de unos cinco años y una niña algo mayor que tenían el suelo lleno de juguetes; y Manolo, el moroso, que era un chaval pegado a una guitarra acústica negra cubierta de pegatinas.
Aunque ninguno de ellos era consciente siquiera de mi existencia se convirtieron en píldoras diarias de auténtica realidad, los que mantuvieron mi cabeza equilibrada las semanas durante las que nuestras vidas quedaron retenidas, los que me dieron la medida exacta de la relatividad.
En el hilo sonaba José González