48ª Maleta
Solo cuando el mundanal ruido se despierta mojado en una fría mañana dominical de otoño podemos escuchar la huella que dejamos tras nuestro paso. Es tan inusual el silencio que resonamos estridentes aun andando de puntillas y nos vemos obligados a modular el tono ofendidos por el retumbo expandido del propio eco, negando siempre en primer término que esa sea nuestra voz, nuestro legado.
Pero lo cierto es que hay que abrirse camino, del verde renaciente al naranja caduco, del blanco gélido al amarillo abrasador, del polen al crujido, de la cima a la orilla, educar, convencer, equilibrar, remover, respetar y merecer. Que la última parada a la que llegue nuestro tren nos dará aquello que un día sembramos y, por acción u omisión, hayamos hecho crecer.
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Estaba en la planta más alta del hotel reuniendo las maletas de los primeros clientes que salían aquella mañana cuando empecé a escuchar una especie de chillido, más bien un graznido agudo y persistente. Me asomé con cuidado dentro de una de las habitaciones interiores ya preparada para ser limpiada y observé que la ventana de seguridad estaba entreabierta. Ahora podía oír también revoloteos intermitentes tras los cuales caían, livianas como copos de nieve, un puñado de plumas oscuras.
Saqué la cabeza de lado mirando hacia arriba y enseguida vi cuál era el problema. Un pájaro luchaba bocabajo justo sobre la ventana enganchado en la red que cubre el patio para evitar, precisamente, que se cuelen las aves. No parecía herido en tanto en cuanto se revolvía y protestaba en su idioma con energía.
- ¿Te has enredado, eh? - le dije como si me fuera a entender - Vamos a ver qué podemos hacer...
Levanté el pie derecho por encima de la cadera para apoyarlo en el alféizar y con las dos manos me agarré con fuerza al marco de la ventana con la intención de auparme. Estaba contando hasta tres mentalmente y de pronto...
- ¡¡Quieto!! ¿¡Se puede saber en qué estas pensando, muchacho!? - me gritó la gobernanta desde la puerta.
En el hilo sonaba Russian Red